REPERTORIO DEL ABSURDO o el Maadi verano del 88.

Yasser Abdel-Latif
Egipto

(Animales, Rufino Tamayo)


Composición por cada 10 mililitros:
Clorfeniramina maleato 3 mgr.
Fenilefrina clorhidrato 5 mgr.
Efedrina clorhidrato 5 mgr.
Dextrometorfán bromhidrato 15 mgr.


Las cejas del doctor Muafaq, dueño de la farmacia Al Rahma, se enarcaron sobre la frente tras leer el prospecto del Tosifan─N, al que nosotros llamábamos simplemente «N». Lo dobló y lo introdujo en el envase de cartón.

─Seis frascos esta vez ─dijo─, no hay duda de que esta noche os pegáis un banquete.

Él no sabía que nosotros éramos seis y que hoy me había tocado a mí ser el voluntario para vérselas con él. Fuera había cinco esqueletos, unos apoyados en un coche aparcado y otros sentados en la acera. Miraban a su alrededor sin saber qué hacer con su cuerpo, a la espera de los resultados de esta ruleta rusa que era enfrentarse a un farmacéutico nuevo. De su disposición a tragarse el anzuelo, a aceptar con complicidad o a rechazar tajantemente el trato, dependía que empezásemos un fatigoso viaje por otras farmacias.

Cuando salí con la bolsa de plástico que contenía los seis frascos, los cinco esqueletos se incorporaron y sus cuerpos resucitaron tras introducirse en ellos el alma. Las botellas eran marrones y se transparentaba en su interior el líquido rojo. Las manos, sudorosas por el esfuerzo nervioso, sujetaron el frasco por el cuello y les costó varios intentos asir la tapa, cuyo liso metal resbalaba a causa del sudor, y arrancarla con un movimiento de rosca.

Se tomaron su dosis de un trago y cada cual arrojó su frasco a la acera. Al final de la calle 15, que pasa entre dos conventos, se encuentra la casa de Mahmud, después del monasterio de Notre Dame des Apôtres y justo frente a la tapia del Seminario, en cuyo enorme jardín los monjes habían renunciado al campo de fútbol para construir una residencia a los padres ancianos. Ésta es exactamente la línea que separa los barrios de Maadi y Turah.

La familia de Mahmud estaba renovando la tapia de la casa, cambiando la floresta de árboles por un muro de piedra blanca. Las obras habían dejado un pequeño montón de arena junto a la pared, a cuyo lado había un tronco de árbol cortado. Este era el lugar perfecto para que pasaran el rato estos seis chavales, cuyas edades oscilaban entre los diecinueve y los veintidós.

No hacía falta mucho esfuerzo para reconocer en ellos al antiguo equipo de voleibol, con sólo dos sustituciones en sus jugadores. Uno de ellos, merced a sus buenas notas, había sido admitido en la Facultad de Medicina, por lo que la seriedad de los estudios le había alejado de los compañeros de escuela, a los que llamaba los «fracasados» medio en broma, medio en serio. Otro había ingresado en la Academia de Policía en la que se pasaba tres cuartas partes del año y de donde salía con la personalidad completamente cambiada en cada ocasión, debido a una conciencia de su autoridad que se agravaba de unas vacaciones a otras.

Los efectos del «N» llegan pasados entre unos veinte y cuarenta minutos. Quedábamos cuatro en la «arena», el nombre con el que se había quedado el lugar, mientras que otros dos voluntarios habían emprendido la marcha a pie hasta el desierto de Kozzika para comprar hachís de Umm Amal, después de que consiguiéramos reunir quince libras, el precio de una pieza de chocolate en aquel entonces, juntando la calderilla de nuestros bolsillos.

Para llegar al desierto de Kozzika teníamos que atravesar el hangar de trenes vecino a la estación de Turah al Balad, donde se juntaban la línea de metro de Helwan con la vía del tren de las canteras que viene de Abaseya por el desierto de la autopista y que baja por detrás del muro del Seminario. El patio del hangar era un enorme descampado en el que se cruzaba un laberinto de raíles y donde se hacían chatarra decenas de viejos trenes. Este espacio constituía un vasto refugio para zorros y perros callejeros. Los trenes abandonados se convirtieron en el hogar de la primera generación de niños de la calle, cuyo número veíamos crecer día tras día durante nuestros viajes a través del descampado. En muchas ocasiones les veíamos sentados repartiéndose las ganancias que habían robado o mendigado. Una vez les vimos alrededor de un gran festín de kebab. Entre mordisco y mordisco no olvidaron guardar un bocadillo lleno de carne para el trabajador del hangar.

─Es la solidaridad con su hermano proletario ─comentó el que veía el vaso lleno.
─Es el peaje, amigo ─respondió el que lo veía vacío.

Umm Amal vendía dos tipos de hachís: el primero era un polen para fumar en pipa, envuelto en celofán rojo. El segundo era un chocolate aceitoso adecuado para liar porros, envuelto en celofán amarillo, y la barra costaba dos libras más cara. El primero era de marca «Gracias por su compra», y el segundo, «Complacer a Dios». Comprábamos media pieza, o una pieza entera, del segundo porque sabía y olía mejor. Cuando los enviados regresaron con la mercancía, el efecto del «N» acababa de empezar. Era ese momento en el que los escalofríos se apoderan de tu cabeza y suben por ella haciendo de corona, mordisqueándote el cerebro con un delicioso hormigueo interior.

Nader comenzó a desmigar el hachís sobre el tabaco que previamente había desgranado en un plato, siempre dispuesto para esta faena, que se había traído Mahmud de la terraza de su casa. El viaje estaba a punto de comenzar.

En una tarde como ésta, los seis, desde la «arena», vimos acercarse a Essam Nagui, montado en la bicicleta de su hermano pequeño. Resultaba cómico con su voluminoso cuerpo sobre la bicicleta infantil de talla 24. Para nosotros era un invitado deseado a medias, debido a que, aunque todos sentíamos afecto por él –y sin duda él también por nosotros–, se había convertido en un extraño más al distanciarse del grupo en otro mundo de preocupaciones. Pero este afecto seguía unido al recuerdo de una viva amistad cuyos ecos se conservan entre los muros de la escuela, no muy lejana en el tiempo y en el espacio de donde nos encontrábamos en ese momento.

Cuando llegó Essam se desvaneció el fantasma del distanciamiento que habíamos presentido al verle aparecer al principio de la calle. Dejó la minúscula bicicleta a un lado sobre la arena y se puso de pie sudando a mares. Sin esperar a recuperar la respiración, encendió un pitillo antes de saludarnos:

─¿Qué tal, locos?
─Toma, colega ─le respondió Nader, pasándole el canuto.

Essam tiró el cigarrillo que acababa de encender, prendió el peta y se lo fumó él solo, rompiendo nuestra regla de fumarnos el porro entre todos y por turnos. A continuación, fue directo al grano, como quien trae una sorpresa agradable:

─¿Os apetece pasar un día en la playa gratis?

La idea nos pareció en principio bastante extraña, aunque cuando empezó a explicarla quedó clara. Essam nos contó que, a la mañana siguiente, la empresa en la que trabajaba le mandaba a Ain Sujna, en la costa del Mar Rojo, y que viajaría él sólo con el conductor de la empresa en un microbús, así que podíamos ir con él los seis y pasar el día en la playa. No podíamos rechazar una oferta tan tentadora. Essam añadió que debíamos traer de casa nuestros bañadores y algún tentempié si era posible.

Essam se acabó el canuto que le había pasado Nader y dijo que pasaría a recogernos por el mismo lugar a las seis de la mañana con el microbús de la empresa. Cogió la bici y se montó. Al alejarse volvía a parecer un cómico obeso, bajo la luz de las farolas de la calle 15.

Sólo había un problema que nos quitaba el sueño: cómo aprovisionarnos de drogas para el viaje. No nos quedaba más que una cantidad insignificante de dinero, y además las farmacias cómplices seguro que ya habían cerrado. El dueño y los empleados de la única farmacia de guardia gozaban de una reputación de íntegros por encima del resto de farmacias del barrio, y como farmacéuticos expertos conocían bien los trucos de los chavales como nosotros para engañarles.

Sherif, que acababa de llegar hacía unos días de Luxor donde estudiaba en un instituto de hostelería, dijo que había probado allí un medicamento extraño que se utilizaba para el tratamiento del parkinson y las parálisis temblorosas: se llamaba Parkinol y decía que producía fuertes alucinaciones parecidas, por lo que habíamos oído, a los efectos del LSD, por lo que había que tomarlo con mucho cuidado. Además, era increíblemente barato, ya que una caja no costaba más que una libra y contenía pastillas suficientes para sumergirnos en fantasías durante días y días.

La idea era excelente, ya que ese medicamento todavía no era conocido entre los adictos y no estaba incluido en el repertorio de drogas y medicamentos de venta prohibida sin receta médica. Esto facilitaba la tarea de embaucar al respetable dueño de la farmacia de guardia. Todos estábamos de acuerdo y, como de costumbre, nos repartimos las tareas: un grupo partió y otro se quedó.

Apareció por el horizonte la expedición de compra que volvía de la farmacia de guardia. Cuando sus siluetas se aproximaron, vimos a Sherif ─uno de los expedicionarios─, lanzando algo al aire y recogiéndolo en la palma de la mano. Al acercarse más, reconocimos en esa cosa el envase mágico. Nos alegramos por el resultado favorable de la ruleta, seguros de que Sherif se había inventado una película para engañar al veterano farmacéutico. Ahora el viaje ya era llevadero.

A eso de dos horas antes de nuestra cita con Essam ya estábamos reunidos en nuestra sede, listos para partir. Discutimos largo rato sobre el momento para empezar nuestra aventura experimental con el Parkinol. Los impacientes ganaron el debate y, acto seguido, Mahmud bajó de la terraza una botella de agua fría y cada uno nos tragamos la cantidad de pastillas prescrita por la experiencia de Sherif.

Las pastillas de Parkinol son blancas y muy pequeñas. Su minúsculo tamaño les confiere una inocencia engañosa. Ya nos habíamos tomado la dosis indicada por Sherif y, tras más de una hora, no sentimos ningún efecto. Poniendo en duda la información de nuestro amigo, cada uno nos tragamos algunas pastillas de más…

Una hora más tarde, el microbús avanzaba por el desierto en dirección al Mar Rojo, dejando atrás los suburbios de Maadi y Qatamiya. En el asiento delantero, junto al conductor, iba Essam Nagui, con los ojos hinchados a causa de la falta de sueño, bebiendo té en un vaso de plástico que era también la tapa de un termo para conservar la bebida caliente que reposaba en el salpicadero. El conductor fumaba.

Nosotros seis estábamos repartidos al buen tuntún por las doce plazas del pequeño autobús. Con la cabeza apoyada en la ventanilla de mi asiento, disfrutaba de las cosquillas que el traqueteo de las ruedas del coche transmitía a través del cristal a mi cabeza. Seguía con la vista los montículos de arena que al lado de la carretera subían y bajaban… subían… bajaban. En esta hora temprana el sol daba en la parte delantera del vehículo ya que nos dirigíamos hacia el este. Su luz me molestaba en los ojos y me adormecí por unos instantes contados, o eso me pareció.

Cuando me desperté noté la violencia del sol, todavía en las primeras horas del amanecer. Esta excursión que acababa de empezar me pareció un viaje sin final, y fui consciente de la fuerte canícula que nos esperaba sobre la arena de la playa, de la salinidad del agua del Mar Rojo que te hace sangrar los ojos y del cansancio que nos sobrevendría tras pasar dos días sin dormir. ¿Qué más nos daban a nosotros la playa y el baño?, me preguntaba. No éramos más que seis yonquis que dormían por el día y se pasaban las noches entre «la arena», junto a la casa de Mahmud, y la farmacia Al Rahma, dando vueltas desde temprano en la noria de la desesperación… ¿Qué desesperación? La palabra resonaba en mi cabeza: desesperación… desesperación… El sonido de la «ese» se convirtió en un susurro que se repetía como un eco interminable. Cuando parecía que iba a extinguirse, resonaba de nuevo y la «ese» volvía a silbar. Esta palabra invadió por completo mi cabeza, ofreciéndome sus letras, desordenadas primero y con sentido después. Su eco siguió retumbando hasta que me imaginé leyendo un libro sobre la desesperación.

Tenía la garganta seca como un palo y me dije: Deja el libro a un lado y trae una botella de agua fría del frigorífico. Sólo entonces volví a ser consciente de que estábamos en un armazón metálico atravesando el desierto oriental en dirección al mar.

La luz del día confería un ambiente enfermizo al interior del vehículo. De repente, estaba jugando al ajedrez con uno de mis amigos en el estrecho espacio del asiento del microbús, sobre un pequeño tablero magnético. No entendía absolutamente nada de la partida, no sabía ni cuándo empezamos ni con qué color jugaba. Tampoco podía afirmar con seguridad si mi contrincante era Mahmud o Mujtar. Cogí una pieza y la apreté en la palma de mi mano. Resultaba asquerosa al tacto. Todavía no sé cómo un objeto tan normal como una figura de ajedrez podía tener un tacto tan repulsivo. La solté asustado sobre el pequeño tablero de superficie metálica magnética y base de madera y, al caer, provocó un estruendo horrible. Se balanceó, yendo y viniendo entre las demás piezas en pie. Levanté la cabeza para mirar al amigo que jugaba conmigo, quien se giró lentamente hacia la ventanilla y se puso a llorar sin que yo supiera el motivo. Fuera, los montículos de arena seguían subiendo y bajando. Miré a la parte delantera del coche y vi el perfil del rostro de Essam Nagui que se había puesto unas gafas de sol. Fumaba cigarrillos sin parar y estaba sumido en una conversación con el conductor que yo no podía seguir.

Al llegar a la playa los seis bajamos del vehículo como quienes descienden de una nave espacial a la superficie de la luna, totalmente faltos de equilibrio. La tierra bajo nuestros pies era como lana cardada.

Cuando se abrió esa inmensa fosa que es el Mar Rojo, surgieron a sus orillas cadenas de montañas ardientes abrasadas por el sol, bajo cuya luz las rocas parecen rojas ascuas. El camino de asfalto que nos había traído hasta aquí y que continúa paralelo al mar en dirección sur hasta Quseir y más allá, separa el mar de las montañas. Estaba concentrado en un cráter negro abierto en las faldas de uno de esos montes cuando algo asomó la cabeza desde su interior. En un principio me pareció un perro. Su enorme cuerpo era del color del polvo y tenía manchas negras. Al fijarme en su gran hocico y en las patas traseras curvadas, lo reconocí. Descendió con agilidad la falda de la montaña y cruzó la carretera hacia el cadáver hinchado de un burro tirado patas arriba, con las cuatro extremidades rígidas y las pezuñas apuntando al cielo. ¿Dónde había visto este cadáver antes? La hiena hundió el hocico en el vientre hinchado y con su mandíbula de dientes afilados y potentes músculos arrancó un gran pedazo de carne. La sangre coagulada se vertía por las comisuras de su boca, manchándole el pelo polvoriento del cuello mientras se le nublaban los ojos, ebria de voracidad. Estaba tan fascinado con la escena que no me di cuenta de que una manada de primos de la hiena bajaba de la misma cueva. Avanzaban lentamente y con confianza. Les vi dejar de lado el festín del burro y dirigirse hacia nosotros. Se nos aproximaban con el tronco torcido, como si sus patas traseras fueran más rápidas que las delanteras. Me acerqué al fuego que habíamos encendido para asar la comida. Agarré un tizón prendido para defenderme. Mis compañeros se habían agrupado espalda con espalda mientras el conductor fumaba tranquilo su inseparable cigarrillo.

─No temáis ─dijo el conductor─, estos animales nunca atacan a los vivos.
─¿Quién te asegura que nosotros estamos vivos? ─le replicó uno de nosotros.

Las hienas nos habían rodeado y se pusieron a gruñir enseñando los colmillos. Escuché una frase, y me imaginé que era el conductor dando otro consejo. Le pregunté si había dicho algo y me contestó, con una sonrisa irónica, que no había abierto la boca. Cuando volví en mí no había rastro de los animales. Me giré hacia el conductor de nuevo y le pregunté:

─¿Dónde está el burro muerto?
─En tu cabeza ─me contestó, con la misma sonrisa.

Recuerdo las hamburguesas que se habían descongelado y estaban sucias de arena, y el gusto del pan que intentaba masticar y tragar con dificultad, como si estuviese comiendo algodón a palo seco. No sé cómo fuimos capaces de pasar el día en la playa. Recuerdo que estaba tirado a la sombra del coche, contemplando el sol ponerse en el horizonte a gran velocidad. No podía apartar la vista de esa gran disco rojo que pasado un momento dejaba en mis ojos una sensación verdosa. A partir de entonces, me comenzaron a pitar los oídos hasta el final del viaje.

Los colegas Nader, Mahmud, Sherif, Mujtar y Hani estaban cada uno a su rollo. El conductor nos miraba como quien contempla una comedia que no puede entender. Essam Nagui disfrutaba por su cuenta del viaje: natación, buceo, comida.

A medio día llegó a la playa, que estaba vacía a excepción de nosotros, un coche en el que venía un grupo de jóvenes asiáticos, probablemente filipinos. Con gran rapidez se quitaron la ropa, se pusieron los bañadores y nos quedamos aturdidos al contemplar a las chicas nadando como siluros en las tranquilas aguas. Recuerdo que el conductor rompió el silencio que sólo herían las voces lejanas de los chicos y chicas filipinos en el agua:

─¡Estos filipinos sí que saben divertirse y pasarlo bien, aunque tengan trabajos de mierda como el servicio doméstico!

Una de las alucinaciones que se repitió ese día consistía en imaginar que tenías un pitillo entre los dedos y, de repente, te dabas cuenta de que tus manos estaban vacías. Entonces mirabas a tu alrededor, te levantabas, te sacudías la ropa y revisabas el asiento buscando el cigarrillo fantasma. Tu mirada confusa se topaba con las risas de los demás, que ya habían caído en esta trampa.

También estaban los reptiles e insectos producto de la imaginación febril. De cuando en cuando alguien gritaba asustado, quitándose una serpiente o insectos imaginarios que le recorrían el cuerpo. Este tema de los insectos fue el que llevó a algunos yonquis profesionales del Parkinol ─cuando se extendió su consumo en su ambiente a principios de los noventa─, a ponerle el nombre de «cucaracha» y a utilizar el verbo «cucarachear», que significaba «colocarse con Parkinol». Al Comital se le llamaba «calavera» y al potente Ativan, «Tren del Sur», por un famoso suceso en el que un sujeto narcotizó a todos los pasajeros de un vagón del tren al poner Ativan en un cubo de agua potable que ofreció, voluntaria y desinteresadamente, a los viajeros durante el trayecto. Después les robó sus pertenencias mientras ellos comían arroz con leche con los angelitos del Ativan.

La gigantesca serpiente se enrosca en torno a la copa para escupir en ella su veneno, que es a su vez el antídoto por antonomasia…, en torno a la copa del mundo…, a la copa de la madre que parió al mundo…, que flotaba a la deriva en un mar de narcóticos. Este periodo, a finales de los ochenta, fue la época dorada de las drogas químicas. El Imperio del Hachís estaba llegando a su ocaso, debido a la Gran Crisis del Hachís que trajo como consecuencia la implantación de la marihuana como droga local. El resultado fue el ahorro de millones de dólares que se gastaban fuera de las fronteras para importar hachís. Por lo tanto la hierba, de una forma o de otra, participó en el paquete de reformas económicas que comenzó y terminó en la década de los noventa.

En un abrir y cerrar de ojos se nos pasó el día en el Mar Rojo. Cuando oscureció comenzamos los preparativos para la partida. Estábamos todos absortos por un sentimiento parecido al pecado. Probablemente era el resultado de los desvaríos que ocuparon nuestras mentes durante el día y que hicieron de aquella playa vacía su teatro. La presencia de Essam Nagui y el conductor constituía una especie de ruptura de los episodios de alucinaciones en los que estuvimos envueltos a lo largo del día. Vimos matanzas y asesinatos, adulterios y cosas prohibidas. Todo lo que la vida intenta olvidar desfiló ante nosotros. En el viaje de regreso, mientras el microbús recorría la carretera oscura, reinaba el silencio. La mayoría ya nos habíamos recuperado, o casi… De repente, Sherif pidió ayuda desde su rincón al fondo del vehículo y fuimos a socorrerle. Se imaginaba que sangraba por la nariz. Le convencimos de que todavía desvariaba, lo que no era de extrañar ya que era el que más se había pasado con las pastillas.

Y volvimos de la excursión… y yo volví de mi viaje particular en aquella excursión. Y ahí estábamos, todavía en la «arena». Nos habíamos fumado cerca de la mitad de la pieza de chocolate. El rock tronaba en el radiocasete portátil de Sherif que colocábamos en lo alto de la tapia blanca de la casa de Mahmud, sobre el pequeño montículo de arena. Escuchábamos a Ronnie James Dio, el inglés errante que pasó por varios grupos de rock, cantándole a la noche… a la noche más oscura… a los que esperan al final de la cola… a la maldición que invade el mundo mientras los pueblos rezan para salir adelante… a los mundos en los que se derrite tu vida ante tus ojos… El ritmo de la batería –a pesar de su violencia, reflejo de un auténtico enfado–, era muy regular, ya que Dio era un hombre que seguía una tradición musical a la que se mantuvo aferrado hasta finales de los ochenta.

Calma entre canción y canción, entre el final de la cinta y la pereza de darle la vuelta, durante la aventura de cambiarla alterando el estado de ánimo reinante… Tras una música violenta vino un silencio violento. Pasaron unos instantes hasta que distinguimos el canto de los grillos y el croar de las ranas. La calle estaba sumida en la oscuridad. Las pálidas lámparas le conferían un aire misterioso. Se extendía ante nosotros en silencio, flanqueada por la grandiosidad de los monasterios e instituciones divinas que arqueaban a ambos lados sus sublimes muros, y por la pureza de sus cipreses y eucaliptos, paralelos a las tapias. Desde el profundo silencio nos llegó el agudo sonido de un grito de mujer al final del muro del monasterio. Nos levantamos rápidamente para ver lo que sucedía. En la curva de la tapia encontramos un Peugeot 305, junto al que un joven discutía con un policía que reconocimos como uno de los guardas de seguridad del monasterio. Dentro del coche vimos sentada a una muchacha sollozando. El respaldo de su asiento estaba reclinado, haciendo las veces de cama. Pudimos verla gracias a la luz de la lámpara interior del coche, encendida porque la puerta estaba abierta. Junto al vehículo, el joven peleaba con el guardia. No tuvimos dudas de que la chica había sido quien pegó el grito. La situación estaba clara. Sin embargo, decidimos entrometernos y preguntamos al agente, al que conocíamos por su proximidad a nuestra sede, qué había pasado. Nos dijo que había pillado al caballero montado encima de la señorita y que tenía la prueba del delito, blandiendo un trozo de tela triangular que no era otra cosa que la ropa interior de la chica que lloriqueaba. El policía juraba y perjuraba que les iba a entregar a la primera patrulla que pasase. El joven dueño del coche intentaba demostrar que conocía gente que tenía más poder que los superiores del agente, aunque parecían evidentes su temor y sus esfuerzos por aparentar tener la situación bajo control. Sacamos cigarrillos y le dimos uno al policía y otro al chico. Le hablamos al agente del perdón y la misericordia de Dios Todopoderoso y cosas por el estilo. Le dijimos que no volverían a hacer algo así nunca más. Los nervios del policía se amainaron y soltó al joven, diciendo que, sólo por nosotros, los dejaba marchar. El muchacho saltó dentro del coche, puso en marcha el motor y pisó el acelerador a fondo, levantando el embrague en un movimiento contrario al del pie derecho, de modo que las ruedas de la tracción delantera giraron a gran velocidad, superando las revoluciones de la dirección. Los neumáticos dieron vueltas en el aire, levantando una enorme nube de polvo, antes de recuperar sus revoluciones naturales y de que el vehículo saliese disparado. Los jóvenes llaman «americano» a esta maniobra de arranque… Con las prisas, el muchacho se olvidó de encender las luces del coche.

Nos quedamos tosiendo y sacudiéndonos el polvo de la ropa y la cabeza, soltando imprecaciones sobre quien cría cuervos y cagándonos en el chaval y en su madre. Cuando desapareció la nube de polvo vimos al agente, que todavía tenía en la mano la «prueba del delito» perteneciente a la chica. Nos dio a todos un ataque de risa histérica y el agente, avergonzado, lanzó la prenda con enfado entre los arbustos… Nos marchamos los seis de regreso a nuestra sede… Uno de nosotros, al darse la vuelta, pudo ver al policía volviendo sobre sus pasos para recoger las bragas del suelo y escondérselas con cautela entre el uniforme.




(Capítulo de la novela Herencias del Cairo,
Icaria editorial, Barcelona.
Traducida del árabe por Álvaro Abella)

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